Joaquín veía llegar el tren a lo lejos. Desde su casa ya sentía el andar ruidoso de esa máquina sin restaurar.
Su madre, preocupada, le gritaba que entrara rápido a su casa, pero él se fascinaba cuando el viento le pegaba ese cachetazo helado en la cara.
El campito quedaba al frente de la estación de trenes y Joaquín, veía bajar los pasajeros mientras metía goles en un arco marcado con piedras. Decenas de personas con valijas pesadas emprendían la larga caminata al Hospital. El niño sabía que debía taparse bien la nariz y boca, su madre se lo explicaba constantemente; aunque él moría de ansias por saber de dónde venían, hasta cuándo pensaban quedarse allí y qué los traía a ese pueblo perdido entre montañas. La mamá desesperada salía a buscarlo cada vez que su hijo se quedaba inmovilizado mirando cada pasajero que llegaba, y con dos gritos bien fuertes lo traía hasta su casa. Recién ahí, el curioso Joaquín aceptaba entrar a almorzar.
Esa tarde, después de arriar los pocos animales en su casa y podar el árbol de un viejo vecino, Joaquín agarró su pelota de trapo y se fue corriendo hasta el campito. Corrió, pateó y corrió más aún, mientras miraba el bosquecito transitado de personas tristes y el pequeño sendero que hacían los visitantes cuando descendían del tren. Su curiosidad lo llevó a seguir el camino. Pelota en mano y nariz tapada, se metió entre los árboles y arbustos. Caminó con el corazón acelerado, como si se le fuese a salir de pecho y con el presentimiento que, quizás, no fuera a volver nunca más de aquel lugar. Mientras caminaba mirando fijo al frente, vio acercarse el majestuoso Hospital, con pabellones enormes entre medio de la montaña y gente, mucha gente deambulando en las galerías. Ancianos, madres, padres, niños… todos tristes, con túnicas blancas y sin sus pesadas valijas.
Escondido detrás del olmo, divisó a una hermosa mujer. Era un ángel en medio del paraíso, tan blanca y tan triste como todas, pero con una luz especial y radiante. Quería olerla, sentirla.
Joaquín, bloqueado y asustado, muy asustado, sintió resonar en su cabeza la voz de su madre, con esos gritos desesperantes que lo obligaban a regresar a su casa. Exaltado por la imagen angelical de aquella mujercita y por la sensación de lo prohibido que le provocaba ese lugar, volvió corriendo, agarrando fuerte su pelota con la mano izquierda y tapando su nariz y su boca con el puño de la otra mano. No le podía contar a su madre todo lo que había visto, lo que sentía y lo que le producía ese lugar, pero presentía que ella sabía que sucedía allí. Y era tan prohibida su visita, que hasta en su misma casa seguía sintiendo esos dos gritos maternales que tanto lo aterrorizaban.
La curiosidad de Joaquín comenzó a llevarlo diariamente por el misterioso camino, y a pasarse horas escondido detrás del viejo olmo, mirando a su radiante mujercita tejer en la mecedora. Cuando el sol empezaba a esconderse, agarraba fuerte su pelota de trapo y ya no se tapaba la nariz ni la boca con su otra mano. Quería sentir su perfume, oler libremente el cuerpo de su pequeño angelito, sentirse parte de aquel paraíso blanco.
Luego volvía por el sendero, escuchando retumbar en su cabeza los gritos de la madre, pero con una enorme sonrisa. Soñaba con darle la mano a esa preciosa mujercita de ojos tristes. Soñaba todas las noches con que ella lo miraba y lo invitaba a su habitación. Soñaba con sus abrazos. Soñaba con sus besos. Soñaba…
Una mañana despertó en medio de tantos sueños. Aturdido, salió de su habitación. Todo era blanco y triste… Ella estaba mirándolo fijamente. Joaquín se acercó, sin entender. El estrecho sus manos, como pidiéndoles ayuda. Y ella le obsequió el pulóver que durante tantos días le había estado tejiendo.
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